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La Revolución rusa.

Escrito en 1918, La Revolución Rusa es uno de los títulos fundamentales de Rosa Luxemburgo. Aunque buena parte del pensamiento de la revolucionaria polaca está expresado a través de sus cartas, y de que el número de artículos que publicó en la prensa socialdemócrata alemana es también ingente, cuatro son las obras políticas clave de Luxemburgo (omito aquí La acumulación del capital, que no está pensada como respuesta a la coyuntura ni ante debates estratégicos sino como análisis económico más profundo): Reforma o revolución; Huelga de masas, partido y sindicato; La crisis de la socialdemocracia y La Revolución rusa. Escrito desde la cárcel y, según se dice, con una cierta carencia de información, La Revolución rusa es un análisis de los primeros meses de gobierno soviético y es, ante todo, una defensa descarnada de la democracia socialista como principio regulador de la actividad revolucionaria pero también y muy especialmente como medio sin el que el socialismo mismo no es edificable.

Se ha escrito mucho sobre la supuesta incompatibilidad (casi moral) entre Luxemburgo y Lenin, tanto por parte de anticomunistas varios (que se aferran a la figura de la polaca tratando de encontrar en ella una aliada en su lectura de la inevitabilidad histórica que habría llevado de Lenin a Stalin – con resultados entre patéticos y dignos de un festival de la vergüenza ajena), como desde sectores del denominado marxismo-leninismo, que fácilmente podrían competir con los primeros en lo que a vergüenza ajena se refiere.

Por ambos bandos, La revolución rusa ha sido leída como una crítica feroz y descarnada al bolchevismo, casi como una declaración de enemistad y separación de caminos que difícilmente casa con un texto donde leemos que «con su decidida actitud revolucionaria, su energía ejemplar y su fidelidad escrupulosa al socialismo internacional, ellos [los bolcheviques] hicieron verdaderamente cuanto podía hacerse en una situación tan diabólicamente difícil». El folleto está lleno de citas similares. No se trata, por tanto, de una crítica enemiga. Pero tampoco apologética, porque «únicamente una crítica minuciosa y meditada está en condiciones de acumular experiencias y enseñanzas». La autocomplacencia para otros, gracias.

Entrar al detalle de cada uno de los temas que Luxemburgo aborda en este folleto exigiría muchísimo más tiempo y espacio del previsto, además de una formación previa en aspectos que personalmente no controlo, como el debate en torno a la reforma agraria. Sí me parece muy interesante el modo en que va desglosando algunas de las medidas centrales del gobierno soviético durante los primeros meses, y desde luego encontramos en el texto algunas páginas brillantes en lo que a la defensa de la democracia socialista se refiere. Es también genial la caracterización que hace en la primera parte de la temporalidad de las revoluciones y el imposible término medio, así como del modo en que la dialéctica revolucionaria concreta resuelve el problema de la «mayoría social», angustia permanente para el parlamentarismo. Y dudo mucho (muchísimo) con su visión sobre el problema de las nacionalidades, pues si bien muchos de los argumentos que da son perfectamente correctos, las conclusiones a las que llega son problemáticas en términos políticos (ya sabemos de sobra el problema de Rosa y su célebre debate con Lenin sobre el derecho de autodeterminación de las naciones).

La edición que tengo del texto (Castellote, 1975) lo presenta junto con tres artículos bastante anteriores: «Cuestiones organizativas de la social-democracia rusa» (escrito en respuesta a Un paso adelante, dos pasos atrás de Lenin), «Masas y jefes» y «Libertad de crítica, libertad científica». Los tres vienen prologados de manera conjunta en 1934 por Lucien Laurat y porteriormente en 1946 con la firma de «SPARTACUS», prólogos que de seguro se llevarían algún premio en el anteriormente mencionado certamen de vergüenza ajena. Los autores no sólo usan textos escritos dos décadas antes de la Revolución para señalar una supuesta aversión de Luxemburgo a la misma, sino que identifican en su obra dos enemigos paralelos y equivalentes (el reformismo y… ¡el leninismo!) y, en su defensa de la democracia frente a los totalitarismos, abandonan completamente el empeño de la autora por distinguir entre contenido y forma de la democracia. De pronto, todo vale.

Pese a esta pésima presentación, los tres artículos de Luxemburgo contienen aspectos interesantes y partes bastante lúcidas. «Libertad de crítica, libertad científica», aparte de resultar mordaz e irónicamente contradictorio con lo tan categóricamente expuesto en ambos prólogos, me ha parecido una lectura interesante para complementar con los escritos posteriores de Mandel sobre el papel de los intelectuales. Y, si bien no puedo coincidir en buena parte de las ideas de Rosa sobre la construcción partidaria (jamás agradeceremos lo suficiente a Lenin el haber sido capaz de plantear la separación entre clase y partido), en «Cuestiones organizativas de la social-democracia rusa» se articula una de las defensas más impecables de la disciplina comunista que he leído hasta el momento.

Escribe Luxemburgo: «¿Qué pueden tener en común la docilidad regulada de una clase oprimida y la auto disciplina y organización de una clase que lucha por su emancipación? La autodisciplina de la social-democracia no es tan sólo la sustitución de la autoridad de los gobernantes burgueses por la autoridad de un Comité Central socialista. La clase obrera adquirirá el sentido de la nueva disciplina, la libremente asumida autodisciplina de la social-democracia, no como resultado de la disciplina impuesta sobre ella por el Estado capitalista, sino por la extirpación hasta la última raíz, de los viejos hábitos de obediencia y servilismo».

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