Delta de Venus es lo primero que leo de Anaïs Nin y me ha dejado, pese a la factura tosca y algo burda de la que ella misma advierte en el prólogo, con muchísimas ganas de leer sus diarios. Escritos en la década de 1940, los relatos que componen el libro fueron todos encargo de un viejo rico que pagaba por páginas con contenido erótico. Dudosa de si publicarlos o no finalmente, la autora se queja de haberse visto obligada a reducir la sexualidad a una caricatura mecánica, sin espacio para la sensualidad ni para la apreciación de todas las cosas (el entorno, los olores, los matices de la piel) que verdaderamente estimulan el deseo. Esto es verdaderamente cierto en algunos de los cuentos (sobre todo cuando los personales se van sucediendo sin más presentación que el propio sexo), pero en otros es posible intuir una escritura más suelta y menos forzada, más propia y verdadera, que desata las ganas de leer lo que fuera de esa imposición escribía la autora.
Varias cosas que me parecen interesantes. Primera: la lectura pausada permite una indagación consciente en el propio deseo. La diversidad de tonos y de estructura de los relatos y los personajes ofrece una puerta al auto-descubrimiento o la confirmación de los resortes que más nos funcionan. En mi caso, un cierto gusto por el riesgo que ya conocía pero en el que nunca está de más reafirmarse. Segunda: hay una presencia desproporcionada de algunas prácticas y situaciones que ahora llamaríamos kink y, quizá, desviaciones. En concreto, del fetichismo de la lencería (son varias las historias con hombres que no buscan el contacto sino sólo la estimulación visual), del contacto sexual no buscado con desconocidos, y del sexo con menores de edad (en varias ocasiones, con quienes existe un vínculo familiar o de cercanía/tutelaje). Me genera especial curiosidad saber si lo primero tuvo un papel destacado en la vida sexual de Anaïs Nin y espero sinceramente que fuera así con lo segundo – sé a ciencia cierta que la respuesta es positiva en el caso de lo tercero, pues tuvo una relación con su padre tras rencontrarlo muchos años más tarde. Tercera: la homosexualidad tanto femenina como masculina, así como la intersexualidad y el travestismo, aparecen en múltiples historias y se presentan con una mezcla de aceptación/normalización no moralizante y de prejuicios sorprendentemente misóginos, sin duda por la influencia que sobre la autora tenían las teorías del psicoanálisis.
Sobre este último punto, y puesto que todas las historias tienen a mujeres por protagonistas (la propia Anaïs Nin expresa en el prólogo su intención de reflejar el deseo y el placer específicamente femeninos -por muy mediado por la construcción social que necesariamente vaya a estar eso, añado), es especialmente interesante el modo en que la autora incorpora en el análisis y desarrollo de los personajes el deseo de seducir o la propia auto-percepción a través del deseo ajeno. «La vanidad de las mujeres que en la atracción buscan principalmente la autocomplaciencia», escribe, y yo no puedo evitar pensar en cuántas miles de veces he caído en eso. También relacionado: la centralidad de la penetración. Una obsesión por el coitocentrismo que no se presenta tanto en los hombres (mucho más proclives a la masturbación, la estimulación visual, el fetichismo de diverso tipo o la admiración del pene propio) sino fundamentalmente en las mujeres. Una necesidad de ser penetradas que se traduce en la insatisfacción ante otro tipo de experiencias sexuales (por ejemplo, las sáficas) y que lleva a escaladas de exposición y a espirales de ansiedad en torno al sexo.
Y sin embargo hay ahí, en ese instinto animal que Elena descubre en sí misma tras haber conocido a Pierre, un punto intensamente cierto y una pulsión vital que reconcilia leer por escrito, sin juicios de ningún tipo sino tan solo el reconocimiento de todo lo que de bueno y de estimulante y de necesario para la vida plena tiene ese impulso. Dice Elena en algún momento que ahora comprende por qué los hombres mantienen a sus esposas insatisfechas e ignorantes respecto a las posibilidades del sexo, porque una vez que lo descubren ya no podrían quedarse colmadas con nadie ni nada. Y yo digo: pues bueno, pues sí, es cierto.
En general, Delta de Venus es un libro bastante desigual. Las primeras historias, más cortas y con personajes más fantásticos, cumplen perfectamente su misión de estimulación erótica sin forzar la trama. El problema llega a partir de «Pierre» y muy especialmente con «El vasco y Bijou», cuando la sucesión de personajes empieza a hacerlos a todos ellos parcialmente irrelevantes y los distintos momentos que acaban en orgía o parejas cruzadas dejan de tener sentido. Las descripciones de varias de estas partes parecen todas iguales, con una proliferación de adjetivos que para mi gusto embrollan los escenarios más que potenciar la voluptuosidad o la languidez en la lectura (ejem). Las historias ambientadas en el mundillo artístico de París o Londres son interesantes, bastante más realistas y creíbles, y abren además la puerta a un ambiente social que Anaïs Nin conocía bien («lo que escribo son en parte invenciones y en parte cosas que he oído», nos dice).
Por último, en algunos relatos es posible sospechar que la autora está saliendo, por fin, del mandato del millonario para escribir de una manera muchísimo más cierta. «Marcel», título que cierra el volumen, es un canto precioso a la vida, al placer, a la libertad y a las cosas bellas. Y no solo, pero en concreto la escena final, ese quart d’heure de passion al ritmo de jazz en la fiesta en la playa, se me va a seguir apareciendo en sueños durante mucho tiempo. Hay cosas, supongo, que llegan especialmente a tiempo en un momento concreto de la vida.