Leí a Roque Dalton en septiembre, hace ya algo más de un mes y tras años de encontrarme con versos suyos desperdigados por todos lados. Diría que Dalton era para mí, sin haberle leído nunca a propósito, el poeta militante por definición, o al menos el que venía a ocupar ese lugar tras la generación de Miguel Hernández. Quizá por eso, y porque en la adolescencia me harté de leer poesía que de tan obvia no llegaba a panfleto malo (la otra cara de la odiosa formación en lengua y literatura que me hizo asociar poesía a cursilada estúpida), me había alejado hasta ahora de Dalton con algo parecido a reticencia. Pobre Miguel Hernández, qué tratamiento más poco merecido, si justamente en él si fui capaz relativamente pronto de encontrar la belleza.
No me gustan las antologías, lo he dicho ya alguna vez. Se quedan cortas cuando conectas de manera especial con alguna parte concreta de la obra (ando como loca buscando los Salmos de Ernesto Cardenal, porque su Antología nueva apenas sí incluía un puñado) y te dejan siempre con la sensación de estar perdiéndote algo. Prefiero conocer a los autores poemario a poemario, interpretando por mí misma la evolución de su obra, de sus intereses y de sus fases vitales. Pero en ocasiones, bueno, no queda más remedio.
De la selección que Benedetti hace del salvadoreño, me han sobrecogido los más tempranos de sus poemas. Si tenemos en cuenta que Dalton fue asesinado poco antes de cumplir 40 años y miramos las fechas de algunos de sus escritos, es apabullante lo joven que era cuando escribía cosas tan absolutamente convencidas y al mismo tiempo, tan absolutamente bellas, y durante sus primeras estadías en la cárcel. Dalton es quizá el poeta que más claramente me ha hecho preguntarme cómo es posible para una persona seleccionar así las palabras, retorcer así el lenguaje, saber con tantísima precisión cuál es la sílaba y cuál es el verso y cuál el sonido preciso para dar forma a una cosa (el verso, el poema) que se aparece ante nosotros como existente por sí misma en el mundo, como naturalmente así, como indudablemente cierta. Y, a la vez, que contundencia política, qué virulencia en el ataque descubierto.
Los poemas sobre la cárcel de un jovencísimo Dalton (como, por ejemplo, «Elegía vulgar para Francisco Sorto» o «Mala noticia en un pedazo de periódico») son extremadamente angustiantes; los más irónicos sobre la vida (como, por ejemplo, «Confesiones»), extremadamente divertidos y pasionales. Luego hay otros (básicamente: «Taberna») con los que no he sido capaz de conectar, y que no sé hasta qué punto (he aquí el problema de las antologías) constituyen partes importantes de su obra o simplemente piezas destacadas en la elección del antologista -Benedetti-: los más experimentales, los que adoptan forma de collage y escritura automática, métodos que ya he leído en otras ocasiones sin conseguir jamás entenderlos del todo. Y por último he de reconocer que el poema «Los hongos» me ha parecido, a pesar de ser difícil a ratos, increíblemente interesante. Predecible para quien me conozca, supongo, porque está dedicado a Ernesto Cardenal «como un problema nuestro, es decir, de los católicos y de los comunistas». Entre esto y los insultos a Rubén Darío -ese poeta que leen los burócratas-, no era muy difícil ganarme.
Hay un hilo conductor muy bonito entre esta reseña y la de ayer de Rosa Luxemburgo, que no tiene que ver únicamente con el compromiso revolucionario de ambos autores sino también y muy especialmente con una manera concreta de entender y de amar la vida. Cierro con esto, porque es imposible decirlo todo: «Yo, como tú, / amo el amor, la vida, el dulce encanto / de las cosas, el paisaje / celeste de los días de enero. // También mi sangre bulle / y río por los ojos / que han conocido el brote de lágrimas. // Creo que el mundo es bello, / que la poesía es como el pan, de todos. // Y que mis venas no terminan en mí / sino en la sangre unánime / de los que luchan por la vida, / el amor, / las cosas, / el paisaje y el pan, / la poesía de todos».