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Dime cuándo vienes: cartas de amor, 1893-1917.

Por diferentes motivos, me ha costado mucho empezar esta reseña. Ahora mismo escribo como enfrentándome a una bola que había dejado ir creciendo demasiadas semanas y que tiene mucho que ver con la impresión tan tremenda que me causó el libro, por un lado, y con el hecho de que una vez leído tuve claro que quería (que necesitaba) regalarlo. Luego lo volví a comprar, porque como hace poco me dijo un amigo, estamos las lectoras y estamos las compradoras de libros, y yo reúno ambos vicios.

Dime cuándo vienes es una edición cuidadísima de una pequeña selección de los centenares de cartas que Luxemburgo escribió a los cuatro hombres con los que se le conocen vínculos sexoafectivos: Leo Jogiches, Kostja Zetkin, Paul Levi y Hans Diefenbach. A cargo de semejante maravilla están las editoras de Banda Propia, sello chileno que además de recuperar y traducir tesoros, lo hace en forma de objetos verdaderamente preciosos (si no me creéis, entrad en su web y deleitaos con el resto de títulos de la colección Perdita – y regaladme los escritos de Eleanor Marx, porfa!).

Las relaciones que Luxemburgo tuvo con cada uno de sus cuatro compañeros y amantes fueron entre sí muy distintas y estuvieron mediadas por diferentes momentos personales y, muy especialmente, por los desiguales niveles de trabajo político compartido que Rosa tenía con cada uno de ellos. Así que se puede decir que, más allá de lo biográfico, las cartas de amor de Luxemburgo no pueden leerse en un sentido convencional porque el amor que en ellas se exhibe es un amor que transciende y supera el vínculo entre dos personas. Es, ante todo, un amor por la vida, por las personas y por la naturaleza que encuentra su razón de ser en el compromiso político de la comunista. O también: un compromiso político que sólo se explica por semejante amor por la vida. Una concepción vitalista de la militancia y de la revolución, capaz de «vivir la primavera como si fuera una fiebre» incluso a través de los insectos que se cuelan entre los barrotes de la celda, de las hierbas que crecen en el patio de la cárcel, de «cavar a través de los recuerdos con dedos lentos, como en una canasta de flores».

Algo que he saboreado especialmente es la forma en que Luxemburgo pasa en sus cartas de los comentarios temblorosamente íntimos a las precisiones políticas, las discusiones económicas, las orientaciones de lectura y los apuntes sobre elaboración teórica o construcción partidaria. Digo saboreado porque en la escritura de Rosa se desborda la belleza por todos lados, de manera que una es capaz de reconocerse a sí misma en las conversaciones con la gente que ama. Qué gozada y qué media sonrisa más satisfactoria la de encontrar, en la misma línea y justo a continuación de la promesa de una cita en el bosque, un ataque a la interpretación del interlocutor de x pasaje de El Capital o la petición de recibir cuanto antes instrucciones precisas sobre el trabajo con los sindicatos. Y es que, ay, cómo sería posible amar verdaderamente a alguien, con tal intensidad, si no fuera por compartir semejante pasión y compromiso revolucionario con la vida, semejante pasión y compromiso vital con la revolución.

Como apunte, y tras leer lo que Luxemburgo envía a Kostja Zetkin (15 años menor que ella y segundo hijo de su amiga Klara, con el que tuvo una relación de varios años y a quien llegó a escribir más de 600 cartas) quedé absolutamente escandalizada por no haber leído jamás ninguna alusión a los niveles de violencia que Rosa soportó por parte de Leo Jogiches. Cómo es posible que en la multitud de estudios biográficos, análisis del SPD y del espartaquismo y genealogías de mujeres socialistas que he leído en la última década nunca jamás se haya escrito una sola mala palabra sobre él. Cómo narices ocurre que, mientras Rosa habla de noches escondida con la familia Kautsky, de pánico a pisar su casa por si él la está esperando para matarla, de viajes cancelados por temor a que él la encuentre bajo la amenaza de suicidarse luego… que toda la bibliografía al respecto lo borre de un plumazo diciendo: fue su relación más estable, que se prolongó de manera intermitente durante 20 años.

Luxemburgo le escribió una vez a Jogiches: «ninguna otra pareja en el mundo tiene tantas posibilidades de ser felices como nosotros». Me cuesta pensar que nadie haya jamás dado importancia al modo en que tanta violencia tuvo necesariamente que forjar la personalidad y el temperamento de una mujer excepcional, ejemplo de entereza y convicción política y de vida inquebrantable. A Jogiches, que tardó dos años (¡dos años!) en aceptar el final de su relación, lo asesinaron de un tiro en la nuca dos meses después del asesinato de Rosa Luxemburgo. Lo mataron en prisión. Rosa, que en 1908 llegó con él al acuerdo de que podían trabajar asuntos políticos en su casa de Berlín siempre que él se comprometiera a abandonar la casa por la noche, le había escrito en 1917 a Hans Diefenbach también desde la cárcel: «sin embargo, una vez más tengo la clara sensación de que la vida es muy hermosa».

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