Mi poemario de enero ha sido el segundo (en propiedad, el primero) de Idea Vilariño. Está fechado en 1944, año siguiente a los últimos de entre sus Primeros poemas, y consta de cuatro únicas piezas de diferente extensión, pero todas ellas muy breves. No están presentes, al menos no de manera clara, las dos características que más me gustaron de sus poemas que leí en noviembre: las frases apenas acabadas y las ideas repetidas, a veces con trampa. Sí que se aprecia el mismo estilo delicado y un tanto embriagador, más perfecto en algunas estrofas, más pegajoso en otras.
Destaco los dos poemas largos, «Verano» y «La suplicante», que da título al conjunto. La separación del primero en tres momentos o zonas (mediodía, tarde, la noche) es redonda. Su lectura transmite una cierta suciedad, olor a sal y cuerpos, un clima pesado en el que la poeta se regodea con imágenes sobre frutas demasiado maduras, algas moribundas y demás sudores. Paradójicamente: una querría estar ahí, sobre todo en la noche.
El segundo es un poema intenso de movimiento pendular: una no sabe si se le entrecorta el aire o son las comas, que fuerzan a atragantarse con la lectura. Sus tres partes podrían funcionar de manera independiente, tan redondas; es el tríptico sin embargo lo que termina de dar el sentido. «La suplicante» tiene algunos versos, para mi gusto, aún demasiado cursis. O quizá es sólo que el uso de algunas palabras (miel, dádiva dulcísima) me trae de vuelta esa otra poesía de la que me cansé hace tiempo. Es el motivo por el que «La flor de ceniza» es el poema que menos me ha gustado de los cuatro: basta ya de ese amor sin cuerpos, que no suda ni se enfanga ni se ahoga. «La suplicante» sí lo hace, y describe: los ojos se te ahogan.