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Utopía no es una isla.

Como siempre, llego tarde a todo. Acabé 2021 empezando el que hasta hace poco era «el libro de Layla Martínez», que llevaba meses esperándome en la pila de pendientes y que ahora ya no lo es porque todo el mundo está leyendo Carcoma. Después llegaron las navidades y el retomar la rutina de estudio y las semanas laborables completas, y parece mentira que un libro tan cortito me haya llevado tanto tiempo. Reseño este catálogo de mundos mejores, pues, como lo que es: mi primera lectura de 2022. Esperemos que le sigan muchas y muy buenas.

Se han escrito maravillas de Utopía no es una isla. Cuando salió publicado, desde Episkaia reconocieron encontrarse desbordados por las reimpresiones, las peticiones de compra y las tareas de distribución ingentes. Mi librero se pasó un rato rebuscando entre montones de libros hasta reconocer, sorprendido, que no le quedaba ni uno; el día que fui a recoger el que le había encargado, un chico se llevaba justo delante de mí otros dos ejemplares. Yo creo, sin embargo, que el éxito se debe sólo en parte al libro en sí mismo. Es cierto que el estilo de Layla, directo y poco comedido, engancha. También que su recurso a historias de vida o a la ficcionalización de momentos históricos para ofrecernos, en la primera parte del libro, el prometido catálogo de mundos (que fueron ciertamente posibles), sorprende e incentiva la lectura. Pero para mí el principal aliciente es la propia Layla y el trabajo que lleva años realizando.

Leía hace poco que no necesitamos que nos digan una vez más que el capitalismo es una cosa horrible que puede ser todavía peor: ya lo sabemos. Fascinada por la expansión y popularización de las distopías como producción cultural característica del capitalismo tardío, Layla Martínez ha dedicado los últimos años a la investigación militante sobre su reverso: las utopías o mundos mejores. Despojar a la palabra de la connotación de irrealizable de la que se cubrió durante la segunda mitad del siglo XX, quebrar la parálisis ante el futuro que nos hace resignarnos ante lo existente como preferible ante el resto de opciones, ampliar el campo de lo posible, recuperar horizontes deseables que nos permitan orientarnos y reorganizarnos en el presente. Lo que muchas de nosotras estamos también intentando, pero seguramente dicho antes, de manera más completa y mucho mejor escrito. La maravilla que hace Layla cuando escribe es esa: empuja con una fuerza tan simple que de pronto todo pasa a ser evidente.

La segunda parte del libro, «Desenredar la trama», mapea algunos de los intentos de pensadores y pensadoras recientes por comprender y explicar este presente continuo, esta anulación de futuro en la que nos vemos envueltas desde la década de 1980 (el fin de la URSS, el auge de Thatcher, el cambio absoluto de momento histórico), así como algunas de las propuestas políticas que tratan de recuperar horizontes de posibilidad mejores. La apuesta de Layla por el ecosocialismo coincide por la mía y con la única seguramente capaz de hacer frente a la distopía que ya vivimos. Un reverso de los futuros peores que nos hacen este presente aceptable: la imagen realizable de un futuro mejor que convierte toda esta mierda en intolerable.

Encuentro sin embargo un problema en los tres escenarios ecosocialistas que Layla recoge y en el modo en que los condensa al final del libro: salvo parcialmente en el caso del decrecimiento, la articulación de vidas buenas va siempre ligada a un imaginario de abundancia. Se habla de ello no sólo como deseable sino como ecológicamente posible (o, para ser más precisa: se omite el hecho de que un futuro de abundancia como el que tantas generaciones previas a la nuestra imaginaron es ecológicamente imposible). Es cierto que en un punto concreto se indica que esa abundancia no podrá medirse con los parámetros que empleamos ahora, pero la reflexión no avanza más allá y parece difícil que el lector o lectora pueda sacar semejante conclusión sin ayuda.

Si algo nos enseñó el siglo XX es que el comunismo no era sólo soviets más electricidad. En el siglo de la crisis ecológica sabemos que tampoco podrá ser nunca abundancia: no en el modo en que incluso el propio Mandel, en sus estudios sobre la burocracia, lo entendía. Nos toca hacer deseables cosas más simples, y precisamente por eso más radicalmente enfrentadas a los marcos mentales y culturales contemporáneos: un hedonismo austero donde tengamos la posibilidad de vivir, amar y gozar despacio. Utopía no es una isla ofrece múltiples puertas para tirar de ellas hacia otros presentes posibles que nos recuerdan que esto pudo y puede ser otra cosa. «Quieren hacernos creer que dentro de tres mil años seguirá existiendo el Fondo Monetario Internacional y las galletas maría, dirá con sorna Terry Eagleton. Desde la cima del Coliseo, Roma también parecía eterna, contestaba una pintada que vi una vez en Madrid. En realidad, cuando llegó el momento adecuado, bastó con un puñado de vándalos».

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