Llevo desde 2020, cuando leí por primera vez a Ernesto Cardenal, tratando de encontrar sus Salmos. Estas navidades mi madre y mi tío lo lograron tras varios meses de conversaciones rocambolescas con Trotta, y apenas tardé un par de días en devorarlos. Así que éste ha sido mi poemario de enero, lo cual significa haber comenzado increíblemente bien el año.
Los 26 salmos rescritos por Cardenal están numerados siguiendo tanto la Biblia latina como la Biblia hebrea, y siguen una progresión temática relativamente lógica. En términos generales: 1) desprecio y condena contra los líderes, la propaganda y los slogans (el capitalismo, la sociedad de mercado y las dictaduras latinoamericanas); 2) redención del pueblo judío exterminado por el nazismo y en general de todas las víctimas de las fronteras y los campos de concentración; 3) furia vengadora contra el ejército, la policía, los bancos y los hombres de negocios. Y también, de manera menor pero especialmente marcada al final (salmos 103-104, 148 y 150), una fascinación por los procesos biológicos y de formación planetaria (en fin, por el origen de la vida) que entiendo en un sacerdote y que reconozco comprensible pero con la que estéticamente me cuesta mucho conectar.
No hay esperanza pasiva en Cardenal. La suya no es una religión de los pobres que llame a no desfallecer, a aguantar pese a todo porque un Dios vendrá a compensarlos. No: la de Cardenal es una profesión de fe agresiva, despechada incluso, que le increpa a Dios «¿Hasta cuándo Señor estarás escondido? / Los ateos dicen que no existes / ¿Hasta cuándo triunfarán los dictadores?». Un dogma que exige no algo a cambio y tampoco desde el rencor, pero sí que la fidelidad sea mutua como imperativo para la articulación colectiva (pública) de la creencia íntima. «¿Hasta cuándo Señor serás neutral / y estarás viviendo esto como puro espectador?». Y también: «Despierta / y ayúdanos! / Por tu propio prestigio!».
Pero hay en Cardenal (seguramente su faceta que más me fascina) un Dios también vengador y furioso, la apelación a un ser supremo que barra de manera violenta con todos los depredadores del mundo: Castígalos oh Dios. Una promesa («Serán derrotados con sus propios armamentos / y liquidados por su propia policía / Como purgaron a otros / los purgarán a ellos») que no esconde resignación sino que convoca al presente otros presentes cuya realización no depende más que de nosotros. Leyéndolo es fácil pensar en el mesías profano de Daniel Bensaïd y en el misticismo materialista de Löwy, si es que acaso puede así llamarse. Las articulaciones vitales, psicológicas y emocionales que trascienden la racionalidad no para renegar de ella sino para forzar actuaciones, para ensanchar el campo de lo posible. La necesidad de creer en un sentido amplio, ese optimismo militante que no lo es sólo de la voluntad sino de la acción.
Todo el poemario es brillante y luminoso, pero yo me quedo sin duda con dos de los poemas donde se manera más clara se muestra el Dios aniquilador y todopoderoso: los salmos 36 (37) y 57 (58). Y con el final incontestable de éste último: El pueblo se divertirá en los clubs exclusivos / tomará posesión de las empresas privadas / el justo se alegrará con los Tribunales Populares / Celebraremos en grandes plazas el aniversario de la Revolución / El Dios que existe es el de los proletarios.