50 poemas de revolta.

El que fue mi poemario de agosto lo compré en São Paulo aconsejada por Lucas (que me dijo al salir de la librería que había pensado regalarme su ejemplar si no lo encontrábamos) y lo leí un mediodía tirada en la arena de la Cala Grande del Barronal, en el Cabo de Gata, manchando las páginas de crema de sol y de jugo de melocotón que me resbalaba por las manos. Librito pequeño, pulcrísimo y naranja, 50 poemas de revolta es una antología (sí, ese formato al que tanta tirria tengo) de 34 poetas brasileños. «Clássicos e contemporâneos», reza la contraportada.

¿Puede llamarse «antología» a la selección de uno o apenas dos poemas por persona? ¿Podemos extraer de ahí alguna pauta estilística, generacional, algún criterio métrico, algún sentido en lo que al autor o autora respecta? La negativa es evidente. Me parece mejor (desde luego, más fructífero e interesante) mirar el libro como un retrato colectivo de los y las desposeídas de Brasil. No hay búsqueda estilística alguna, relato generacional, indagación en el yo creativo, porque el librito naranja no es una antología: es una crónica del proceso por el que una clase toma consciencia de su situación de opresión y explotación y se rebela contra ella. Narrada a través de la expresión poética del proceso mismo.

Algo que me ha fastidiado siempre de la llamada poesía social (término acuñado en los 90 para no tener que reconocer un contenido político) es la pasmosa tranquilidad con que muchas veces se queda en la denuncia, en la descripción de la miseria, como si de un fenómeno natural inamovible se tratara. O peor: como si necesitáramos que nos lo contaran para saber que el mundo es una mierda. Una mezcla de la polémica clasemediera bienpensante en torno a la foto del niño Alan y el ¡Indignáos! de Stéphane Hessel. El horror.

Me ha gustado el librito porque huye de eso: no nos ofrece una compilación de poetas sociales sino una ventana a los procesos de organización y lucha que se dan y se han dado en Brasil en el último siglo. No meanicista, claro, no de un modo panfletario. Pero leyéndolo, una puede saber dónde están las palancas desde las que organizar el conflicto (nada nuevo, en fin: comida, vivienda, trabajo) y también cuáles son los humores, los estados de ánimo, los amores y las melancolías que se construyen en ese caldo.

Demasiados nombres (¡34!) como para hacer una indagación mínima de cada uno de ellos. En general he preferido los gritos (Alice Ruiz, Ferreira Gullar, Torquato Neto), pero la genealogía tranquila de Conceiçao Evaristo en «Vozes-mulheres» me pareció de los poemas más bonitos, sonreí irónica con Ledusha («feminista sábado domingo / segunda terça quarta / quinta e na sexta / lobiswoman») y es siempre una cosa chula toparse con Vinícius de Moraes. 50 poemas de revolta ha sido, en fin, una oportunidad genial para atreverme a leer en portugués (qué idioma precioso), con la promesa de cosas más grandes que tengo pendientes.

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