Haydée habla del Moncada

Acabé de leer a Haydée hace más de una semana, pero mis ritmos vitales se han empeñado en boicotear más todavía mi intento fallido de homenajear el 1 de enero a la Revolución Cubana. Guardaba esto en la estantería desde que hace dos años, con bastantes dudas, lo compré en la feria del libro de La Habana. Y bueno: elegí bien, ya está claro.

Que nadie busque en este libro una línea temporal clara ni un relato sistemático y explicativo de lo que supuso el asalto al cuartel Moncada. El texto, transcripción de una conferencia que Haydée Santamaría dio en la facultad de Ciencias Políticas de La Habana en 1967, es más bien recordar, un vagar en los recuerdos. Echar la vista atrás y, como la propia autora dice, «hablar de algo que, aunque sea infinito, siempre es difícil hablarlo». Ahí las emociones desbordan y arrastran, y los protagonistas aparecen como humanos antes que cualquier otra cosa.

Dice Haydée que hay que hacer un gran esfuerzo para ser violenta, para ir a la guerra, pero que hay que ser violenta e ir a la guerra si hay necesidad. Y ella no pensaba en eso, claro, pero a mí se me inunda la cabeza pensando en la forma de ser mujeres que tratamos de seguir las que adoptamos un compromiso revolucionario con la vida. También dice, sobre la noche previa al asalto, que todo se hace más hermoso cuando se piensa que después no se va a tener, y que únicamente por la certeza en la llegada de algo grandioso es que se pueden soportar los dolores del parto y los de un proceso insurreccional.

Hay cosas que sólo se pueden escribir en Cuba. Lo que en boca de europeos sonaría a pastiche sentimental malogrado, en la isla se hace verdadero a manos llenas. No por ningún determinismo extraño, sino porque hablar desde la revolución es hablar desde lo pleno, desde lo inmensamente bello. El caso es que yo sólo sabía de Haydée Santamaría como una cara, como una foto de una mujer armada en la Sierra Maestra, como el otro nombre femenino junto con el de Celia Sánchez de entre todos los que asaltaron el Moncada, y después de leer este libro ya sólo aspiro en la vida a que alguien escriba sobre mí algo la mitad de bonito que el prólogo que Celia María Hart le dedica a su madre. Hay una belleza aterrante en la defensa de la vida a través de la muerte que le atribuye a Haydée:

«El viejo cliché de que los revolucionarios no se quitan la vida (eso decía ella también) es tan pueril que bastan un par de nombres para echarlos por tierra. (…) Los Lafargue decidieron que eran más útiles para la causa del proletariado y no dudo que lo hayan sido; quién osa decir que las campanas que hizo doblar Hemingway con su pluma no hicieron repicar a todas las iglesias del mundo con el grito de su última bala; quién pudiera pensar que Violeta no le daba Gracias a la Vida con honestidad».

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