Chamanes eléctricos en la fiesta del sol.

No llevo registro, pero Chamanes eléctricos en la fiesta del sol posiblemente sea el libro que más rápido he leído tras haberlo comprado, al menos en los últimos años. Lo elegí por su título increíble, por su portada increíble y por el aura particular que rodea a Mónica Ojeda, y de manera sorprendente ninguno de los tres estímulos se aplacó al tenerlo en el bolso, llevarlo a casa, observarlo junto a sus pares. Lo cierto es que tanto el título como la portada son arrebatadoras preciosas, bastante eléctricas en sí mismas, signos de contener un tipo de literatura distinta de lo que estoy acostumbrada a leer y con lo que necesitaba romper en cierto modo. Así ha sido.

Si algo tiene Ojeda es una barbaridad en la escritura. Cerré el libro sin saber qué pensaba de la historia, quizá sin poder conectar con partes importantes de ella (a eso iremos luego), pero completamente estremecida por una forma de escribir animal y absurda, fuera de cualquier orden, devoradora: una escritura carnívora. Atravesar las primeras páginas es aceptar ser triturada, que lo escrito cruja los colmillos y te trastorne como el páramo trastorna a Noa, o quizá más todavía. Soy capaz de vislumbrar tres elementos en todo esto: lo animal y lo geológico confundidos en uno solo, el salto vertiginoso entre lo irracional ancestral y lo irracional contemporáneo (y viceversa), y un culto a la forma que convierte la escritura en arrebato. En cataclismo.

La autora combina dos escenarios típicos de la imaginación distópica (la distopía urbana cubierta de cadáveres, saqueos, bandas; la distopía del páramo cubierto de polvo y habitado por pobladores nómadas) y los enfrenta con el entorno callado y denso de la profundidad de la selva. Las voces narradoras contribuyen a marcar este contraste: en la ciudad (nunca presente sino recordada) y en la estepa, una sucesión alterada de narradores y narradoras en movimiento; en el bosque, una voz única y calmada que no habla sino escribe: que más que hablar, calla. Una introspección, un diálogo íntimo. El rechazo consciente a participar de la velocidad y la irracionalidad del mundo.

Me pasa una cosa con la escritura de Ojeda. Chamanes eléctricos… pretende ser un libro que suena. Un libro atravesado por la música y sus espectros, que no se entiende sin los sonidos, sin el oído, sin la garganta. Y sin embargo. Para mí el Ruido Solar ha resultado incierto como festival, al menos en su sentido sonoro. Me costaba aceptar la música, las multitudes, el efecto que amo del corazón sincronizándose con los graves. Lo veía todo como en una película muda, donde importa mucho más el movimiento que el ruido que se empeñan en que intuyas. La Fiesta del Sol ha sido para mí un grito mudo, envuelto como mucho en el sonido espectral del viento que mientras escribo envuelve mi casa y azota Zaragoza. El cierzo puede volverla a una loca. No creo que exista música que pueda engañar al viento.

También hay cosas en la trama que no me convencen. No acepto la reflexión final de Nicole sobre que quizá Noa sólo quería permitirse ser joven. No veo libertad en la evasión egoísta. Es poco creíble la manera en que todas las figuras determinantes del festival entablan rapidísimo un vínculo con el grupo protagonista (¿dónde está la demás gente?). El dinero parece no acabarse y los cuerpos no agotarse. La obsesión de Noa con el abandono paterno se vuelve forzado en algunos diálogos y al final simplemente desaparece de plano, como si no hubiese sido tan importante o no mereciera resolverse. Y sin embargo, cosas que deberían ser determinantes para el conjunto quedan parcialmente sepultadas por la animalidad de la prosa, la estética de las metáforas, el escándalo de la escritura.

Tengo que decir que he sentido un afecto tierno por Ernesto Aguavil, para mí el personaje mejor desarrollado del libro y un hombre que intenta ser bueno. Me da pena que la respiración sobrecogida ante lo natural, tan evidente ante el volcán y las montañas, no sea una vía que logre ser explorada con éxito. Y me quedo, eso sí, con la inmensa capacidad de intensidad emocional que Ojeda nos permite atisbar a través de los personajes. Estar a salvo no es vivir. Estar a salvo es estar muerto.

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