Mercè Rodoreda fue uno de mis grandes descubrimientos del año pasado y una de las maravillas que me ha traído mi empeño en leer más autoras. El efecto que me produjo La calle de las camelias fue tan bestia que casi desde la semana siguiente a haberlo acabado tuve ya La plaza del Diamante en la lista de pendientes. Que haya tardado tanto en abrirlo, bueno, sólo se explica por que esa lista daría para llenar varias decenas de confinamientos.
Una de las cosas que más llama la atención de la que está considerada como la obra cumbre de Rodoreda es la mezcla entre precisión y atolondramiento en sus descripciones. La autora usa un nivel de detalle casi barroco pero que, al mismo tiempo, podría pasar por aleatorio, algo que contribuye a dibujar la personalidad de la protagonista y que en La calle de las camelias yo sólo recuerdo para las flores. Una se pierde en la descripción del interior de las casas, en el detalle de las puntillas de la ropa o en la forma concreta de los banderines de la verbena. Pero no de una forma aburrida, científicamente realista, sino más bien porque el escenario se nos echa encima apabullándonos e impidiéndonos incluso comprenderlo al completo. Seguramente éste sea para mí el rasgo más característico de la escritura de Rodoreda, que espero poder ir comprobando si se mantiene o no en otros de sus títulos.
En un primer momento, La plaza del Diamante me pareció una novela que no estaba a la altura de mi recuerdo de La calle de las camelias. Toda la primera parte (la aparición del Quimet, la figura de su madre, ese cierto realismo mágico todavía poco desarrollado en torno a los lazos y a la escena del Parc Güell y al fantasma de María y al cuadro de las langostas) se me queda corta para lo que era la relación de Cecilia con los hombres. En comparación con ella, Natalia (Colometa) interpreta de de una manera mucho más inescrutable, menos permeable, la interacción con ese (ay) misterio que son los hombres.
Todo cambia con la llegada de las palomas. claro. Creo que se podría dividir el libro en tres partes: el misterio que son los hombres, las palomas, y la vida con el tendero. Y si la primera parte es incomprensión (¿qué es lo que le gusta a Natalia del Quimet, más allá de sus «ojos de mono» y de una cierta «voluntad de hacer daño»?, ¿qué es lo que la lleva a abadonar por él a su primer novio?), la segunda es vorágine. La madre del Quimet desquiciada y las palomas dando vueltas en círculo por los conductos de la casa como un fantasma, Colometa con los ojos febriles agitando los huevos, el hambre y las alucinaciones y las luces azules: Rodoreda alcanza aquí una síntesis impensable entre la atmósfera que Carmen Laforet logra dar a su Nada y los atributos clásicos del realismo mágico. Un momento para parar la lectura sobrecogida y murmurar bajito un: ahora sí, qué maravilla.
Si se examina en profundidad, los vértices de La plaza del Diamante son tantos que llevaría muchos más párrafos pensar con un poco de cuidado sobre apenas los más interesantes. La figura de la Julieta y su noche en el palacete expropiado (qué vínculo más sugerente con las maneras que la amiga ya apuntaba en la verbena que abre el libro), la figura de la señora Enriqueta, el rentismo mediocre y despiadado del señor de Colometa, la figura de la Griselda, el último pensamiento hacia el Mateu o el callado proceso de gestación política de cada personaje. Y, en fin, la última parte del libro: la irrupción del Antoni (quizá personificación, con metáfora o sin ella, del hombre bueno), el descubrimiento un día de Natalia de que él siempre le había dado las gracias pero que ella nunca le había agradecido nada y, a través de esa constatación, su entrada a la vida. Haber transitado décadas para, por fin, permitirse vivir.