Qué difícil escribir sobre un libro que ha resultado ser algo tan radicalmente distinto a lo esperado. Empecé La radicalidad del amor casi con ansia, esperando encontrar en el desarrollo de las preguntas de su contracubierta («¿Qué hay de radical en un concepto aparentemente conservador como es el amor? ¿Por qué es cualquier cosa menos conservador?») desarrollos que complementaran los que yo llevo trabajando desde hace tiempo. La propuesta de Horvat no puede ser más prometedora: recorrer las principales revoluciones del siglo XX para examinar el modo en que cada una abordó la cuestión amorosa. El sello editorial (larga vida a katakrak) y la portada (preciosísima) parecían blindar esa promesa. Ha sido una de las veces, sin embargo, en las que una se equivoca estrepitosamente.
El libro de Horvat no solo es inconsistente, aleatorio en sus objetos y métodos de análisis y está plagado de juicios morales: carece además de un punto de partida básico en lo que a definición de conceptos y planteamiento político se refiere. No sólo es, como me decía hace poco M., que carezca de perspectiva feminista (como si eso no fuera ya bastante). Es peor: pretende hacer una defensa del amor abstracto limitando éste al amor de pareja (qué modelo de sociedad más triste, más pobre, más carente de cualquier resquicio de verdadero socialismo será cualquiera que pueda salir de eso) y reivindicando como puro y real únicamente el amor posesivo, violento y excluyente que se nos trata de imponer en el presente. «¿Un verdadero encuentro no debería incluir una cruzada, o a veces, incluso, una temporada en el infierno?», dice literalmente Horvat en uno de los primeros capítulos. Y una tiene que controlarse las ganas de abandonar la lectura por vergüenza ajena y de gritarle al autor que cómo tiene la tremenda cara dura de atreverse a escribir un libro sobre la radicalidad del amor pensando eso.
Más cosas – y disculpad el tono y la precipitación con la que escribo esto, pero lo he pasado verdaderamente mal leyendo el libro y al final esto no deja de ser un repositorio personal donde se desangra una.
Pese a dejar clara muy pronto su opinión de que la mayor parte de los movimientos pretendidamente rupturistas han dicho querer transformar el amor pero solamente han hecho cambios reales respecto al sexo, Horvat cae él mismo una y otra vez en esa misma confusión. Todo el capítulo primero («El amor en el tiempo de las intimidades congeladas») es bochornoso en niveles extremos. A partir de una anécdota personal que quedaría en graciosa de no ser por su mirada fuertemente censora y diría que hasta reaccionaria en términos morales (un submarinista le propuso sexo en una playa nudista que, por cómo la describe, bien podría ser lugar de cruising), Hovart despliega toda una condena contra la posmodernidad (sic), las relaciones líquidas y las apps de citas. Estoy acostumbrada a leer críticas a la mercantilización de la liberación sexual y del consumo neoliberal de cuerpos que al final no critican más que la liberación sexual en sí misma, pero que el contexto sean este libro y este empaque me ha cabreado muchísimo.
Otro asunto por el que me he sentido casi personalmente agraviada es por el tratamiento que hace de las políticas sobre el amor en la Revolución de Octubre. ¿Tienes un capítulo entero dedicado al debate soviético sobre el amor y pretendes vender al lector que éste se limitó a las contradicciones internas de Lenin y a los preceptos higienistas del psicoanálisis? Pues muy bien, haz lo que quieras en tu texto, pero no pretendas hacer de tu obsesión contra Lenin (que era lo que llamaríamos «un carca» y que efectivamente tuvo duras discusiones sobre sexualidad con Inessa Armand y Clara Zetkin) una verdad histórica. Porque la Revolución existió y no hay Revolución que pueda darse sin un movimiento sísmico del conjunto de relaciones sociales, y porque los primeros años tras 1917 fueron años de intensísima ebullición y debate respecto a la «cuestión amorosa» y las relaciones sexuales – si no en el conjunto de la población, sí en amplias capas de la juventud y de la vanguardia del proletariado. Callar eso es negar al lector la posibilidad de pensar a partir de la experiencia histórica más potente de la que disponemos. O quizá, simplemente, es que Horvat ni está preparado ni tiene capacidad para comprender el alcance de lo que Alexandra Kollontai planteaba.
Paro aquí. Diría, en resumen, que el libro es una enorme oportunidad perdida que no se merece tan tremendo diseño de portada (ay, María). Lo único bueno (menos mal) es el capítulo dedicado al Ché Guevara, aunque creo que tampoco eso ha sabido comprender el propio autor, porque en algún momento sugiere que el Ché le tenía miedo al amor. Pero qué me estás contando. En todo caso, y porque es un tema precioso, yo os recomiendo que os leáis directamente Evocación, de Aleida March, que es una delicia de libro que te ensancha el espíritu y el pecho y el amor a la vida conforme vas leyendo. Al final, todo lo bonito que cuenta Horvat está extraído de ahí, cambiando ligeramente las palabras.