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Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre.

Es fácilmente detectable cómo la mayor parte de personas, cuando escriben, lo hacen contra algo. Un paraíso en el infierno es un libro escrito contra los discursos neoliberales que presumen que el egoísmo y la competencia individual es la ley natural por la que se rigen las sociedades (la autora se permite espetar, en un párrafo glorioso: “ahí lo llevas, Hobbes”). Pero también contra el modo en que el gobierno de los Estados Unidos gestionó el atentado del 11 de Septiembre y el huracán Katrina, contra los políticos que priorizan salvaguardar la propiedad privada antes que proteger la vida, y contra las lógicas jerárquicas de organización social que desempoderan y arrebatan a la gente el control sobre sus propias vidas. En ese sentido, Rebeca Solnit nos ofrece un planteamiento interesante. Partiendo de la recopilación de experiencias personales de diferentes desastres (el gran incendio de San Francisco de 1906, una explosión en 1917 en Halifax, los bombardeos aéreos sobre Londres, el terremoto de Ciudad de México de 1985, el 11S y la destrucción de Nueva Orleans), la autora se enfrenta a las ideas hegemónicas acerca del caos y la violencia que necesariamente desencadenaría una situación de ese tipo para tratar de demostrar cómo, en tales situaciones, la solidaridad y el apoyo mutuo suelen ser las actitudes predominantes.

Un rasgo central del libro es la manera impactantemente hermosa en que está escrito. El primer capítulo dedicado al huracán Katrina es, posiblemente, la cosa más bella y estremecedora que he leído en mucho tiempo. Las descripciones de materiales de construcción, nubes tóxicas y cuerpos despedazados volando varios kilómetros alrededor del puerto de Halifax sobrecogen a un nivel difícilmente descriptible. Y sin embargo, pese a la inmensa capacidad de identificación emocional con la narración que Solnit despliega, el libro tiene varios problemas. El primero y más evidente es la centralidad que concede a Estados Unidos, no tanto como campo de estudio (eso sería salvable) sino como paradigma cultural que atraviesa todo pensamiento. Puede ser una sensación difícil de detectar durante buena parte de la lectura, pero que estalla como insalvable con un comentario de la autora sobre la evacuación de Manhattan en 2001. Resulta alucinante, nos dice, cómo la gente salió andando por el puente Brooklyn. Para ella, la posibilidad de recorrer a pie algunos kilómetros por dentro del casco urbano es “capacidad de adaptación y sentido pragmático, comunitario”, algo “difícil de imaginar en los habitantes de otras ciudades más surburbanas, más privatizadas”. He estado en Estados Unidos y comprendo que esta afirmación es posiblemente cierta. Pero su traslación a Europa, y a otros muchos lugares del mundo, es directamente ridícula.

Otro problema (el primero que aparece al iniciar la lectura) es la caracterización que la autora hace de la utopía y el modo en que conceptualiza la idea de revolución. Quiero creer que hay también aquí, en esa lógica que directamente descarta la posibilidad de tumbar las causas estructurales de toda desigualdad y violencia para centrarse solamente en paliar parte de sus efectos, una raíz genuinamente estadounidense. Pero el modo en que Solnit dedica una parte entera del primer capítulo (“Un mapa de la utopía”) a negar la posibilidad de una superación de lo existente para defender la “revolución cotidiana” y la “utopía diaria” me parece sinceramente ofensivo. Heredera quizá de las posiciones políticas de la post-autonomía y de la derrota histórica del siglo XX, las posiciones que plantea me parecen no sólo profundamente equivocadas, sino también abiertamente problemáticas. Hay una idealización de la estética (los carteles de San Francisco, por ejemplo) que me ha recordado inevitablemente a las últimas semanas de impasse que vivimos en el campamento de Sol en 2011. Esa celebración del carnaval –que comparto– no debería nublarnos el hecho de que las relaciones sociales siguen intactas. No se trata de querer vivir en un carnaval constante (contra lo que previene la autora) sino de que, cuando éste acabe, la vida no siga siendo un ciclo de explotación y miseria.

Otras dos cosas que me rechinan y que aparecen repetidamente son la preminencia que la narración concede a las iglesias y grupos religiosos (tanto al trabajo que éstas hacen “con la comunidad” como a la supuesta salvación y consuelo espiritual proporcionado por sus predicadores) y, paralelamente, la absoluta ausencia de grupos políticos organizados. La autora habla de “la sociedad civil” como si fuera un magma disperso de individualidades, una suma de voluntades particulares que deciden individual y espontáneamente dejar a un lado sus diferencias para colaborar en algún tipo de construcción comunitaria. Los “grupos de jóvenes anarquistas” que se mencionan puntualmente nunca tiene forma, ni objetivos políticos, ni se presentan más que como colectivos culturales o artísticos. La única vez que se nombra un sindicato, el de trabajadoras textiles de Ciudad de México, es por su creación a raíz de los efectos del terremoto. Antes de eso, nada. Es como si el movimiento obrero no existiera. Y entiendo que la situación en Estados Unidos es complicada, pero sé perfectamente que esto no es cierto – y menos todavía, en una ciudad como San Francisco en los años turbulentos de comienzos de siglo XX, por poner sólo un ejemplo.

Hay muchas cosas valiosas en el libro a pesar de esto. Una de ellas es la forma en la que el amor se hace presente. Rebeca Solnit rompe con la uniformidad del amor (de pareja, fundamentalmente) para exponernos un sentimiento multiforme y diverso, que se manifiesta de diferentes maneras y que puede movernos a hacer grandes cosas. No trabaja mucho la idea y, cuando sí lo hace, acaba dándole un sentido espiritual o directamente religioso que me parece limitante. Pero la idea fundamental es poderosa y encaja con la concepción que, cada vez más, me voy formando del compromiso político – eso que trabaja por hacer real la utopía no como escapatoria temporal a nuestras vidas, sino como transformación colectiva de las mismas. La concepción espiritual del amor lleva a Solnit a realizar una defensa del altruismo como bien en sí mismo que superaría, al no esperar nada a cambio, al concepto kropotkiniano de apoyo mutuo. Supongo que es lógico plantearlo así si se renuncia a dar la batalla política y una se queda, simplemente, con el gesto esencialmente bueno de dar.

Un paraíso en el infierno es, en cierto modo, un libro complejo. Tan bello como su título, cumple una función importantísima al enfrentar los discursos neoliberales sobre la naturaleza humana y al hacerlo, precisamente, en los Estados Unidos. Lo hace, sin embargo, sin poner en cuestión la estructura de propiedad ni la organización social (sino abordando solamente algunos de sus efectos más visibles) y diferencia entre élites empáticas y élites con pánicos irracionales, desdibujando así la cuestión de la clase. Una lectura interesante para pensar los mientras tantos, pero contradictoria en demasiados sentidos.

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